jueves, 5 de diciembre de 2013

Amarillocracia


CUANDO EL PARTIDO AMARILLO alcanzó por fin el poder decidió que todo fuera pintado de amarillo. Todos estuvieron de acuerdo, salvo quizá algunos que luego fueron convencidos de que deberían estarlo. Si algo tiene Líder es que sabe saber convencer. No recuerdo palabra por palabra qué me dijo -pero no es importante sino por cómo lo hizo-, de tal forma que acabé diciendo que sí a todo –dijo un ciudadano que al principio parecía no estar de acuerdo, con el cajete del ojo tan morado que un funcionario de la Comisión Encargada de Amarillearlo Todo rápidamente comisionó a un par de oficiales para que se lo pusieran de ése color. Qué alegres fueron esos días en que todo revestía un único vivo color, se decía. La sensación, física, etérea, era ahí envolvente y ecosistémica, opresiva y sorprendente. Lo mejor es que rápidamente fuimos todos iguales, todos Amarillos. No había distinción de personas, desigualdad de razas ni conciencia clases, tampoco diferencia de géneros o sexos, salvo quizá porque las mujeres siguieron usando preferentemente falda -amarilla- y los hombres pantalón. Pronto que pasó la fiesta unos que o andaban crudos o estaban enojados, decidieron disturbiar (palabra que la misma Comisión puso de moda al adjudicársela a quienes osaban contradecir La Voluntad General, LVG), y lo hicieron, o sea, disturbiaron, pintándose de verde.
Huy qué días de paz y verdadera fiesta del espíritu humano se vivieron en la participación de aquél movimiento amarillista. ¿Qué cuántos eran?, la mayoría, que quiere decir todos, según La Comisión. Ésta, nacida de manera imprevista de aquella iniciativa de amarillar-lo-todo, acabó convertida en una instancia múltiple y muy importante para el desarrollo y la conservación. Hacía desde observaciones a consejerías, hasta señalamientos para mantener la línea: todo le era estrictamente respetado. La Comisión fue la encargada hasta de nombrar fruta oficial al plátano, por su color, claro, y por sus maravillosas propiedades que, señalaba, incluían el poder tragarse las espinas atoradas en gargantas tímidas o estrechas. Como fue tan masivamente adoptado la Mundial de Frutas apoyó su provisión y no hubo problema de popularizar el tragar plátano como el Acto Cultural de Masas oficial. De paso, también así quedó desplazado el camote. En algunos lugares donde la poderosa oruga de la maquinaria cultural no habría la durísima brecha, la Comisión consintió que en vez de plátano, la gente hiciera de algunas frutas locales, tradicionales ya en ellos, la fruta oficial, a condición de que se respetara el color natural del movimiento, es decir el amarillo. Así el güicumo, en las partes altas de la ladina Sierra Vieja; el guácimo, en la mosquitera reserva tropical del Guanamo; o la changunga, en el altiplano central. Otros frutos menos conocidos fueron también sucedáneos pero por discriminación no han sido nombrados.
Se pintaron de verde y salieron a la calle. Y ¿qué iba a pasar? Hubo que corregirlos. A todos les pareció, según dijo la televisión objetiva nacional en noticieros, que aquello iba contra los planes de LVG, que buscaba la felicidad total. El Cuerpo de Facilitadores, Sección “Contención”, conformado por payasos, títeres y mojigangas, contuvo la minúscula-enardecida protesta llenando de paletas de grosella la boca de los inconformes y bañando en chorros de agua de limón su cuerpo para que sintieran la felicidad que nomás por necios estaban dispuestos a perderse. Además, se les encerró en corralitos Playmovil (“La marca oficial de la Comisión”), que se eligió además del vivo color amarillo que ostenta, y no obstante marcas nacionales de producción, por ser menos incómodos para sus cuerpitos frágiles. Por último, ya cuando el Cuerpo de Contención los había logrado subir a carros alegóricos que los trasladarían al Castillo de Rapunzel (llamado por La Resistencia Castillo de Luzibel), encerrados en cómodas pero confortables recámaras les pasaron videos del Sistema Nacional de Educación: un documental que mostraba lo felices que las hormigas son aun si van atravesando el estrecho túnel baboso del oso hormiguero. Después solo supimos de los triunfos de la selección Nacional de Canicazo, que ganó la copa “Festi Mundi”, 27 a 3.
La Resistencia. Ah, suena dulce, pero, ¿tiene caso hablar de ello? Crisis, Malestar, Estallidos, Secretismo, Reunión, Pacto, Conjura, Rebelión, Infiltración, Deserción, Insurrección, Revuelta, Traición, Sabotaje, Represión, Limpieza, Reparación. Olvido. Recuperación. Normalización. Fiestas Por el Aniversario de La Amarilloidad. Segunda Gran Amarillada.
Los días normales vinieron como amaneceres seguidos de mediodías y acabados en atardeceres que la noche hacía olvidar para que comenzara otra vez todo de nuevo. Cuando el Movimiento comenzó a envejecer algunos sospecharon con el antiguo puñal de Diógenes viendo desde su único ojo esmeralda que el que se envejecía era el Partido Amarillo, no el movimiento. Pero las palabras precisas tardaron mucho en ser pronunciadas.
Luego, los correctores comenzaron a sugerir por Amarilloidad la palabra amoralidad. En diversos puntos alejados del núcleo se fueron integrando, como aceite y agua, disímiles y perversas catervas, los grupos enemigos. El fuego halló viejos los boques, nutrida la hojarasca. Cuando los funcionarios del Edificio Amarillo, imitando a Líder, vaciaban casilleros o quemaban papeles, transferían cuentas o telefoneaban por última vez a alguien, antes de abandonar para siempre sus bunkers operativos, gruesos contingentes del Movimiento Rojo comenzaban a ocupar las calles principales de Ciudad Original.

FerVillávalos, noviembre 2009.

1975




La guerra comenzó exactamente en 1975. El sábado 21 de junio pasado el mediodía. Justo ahora se escucha un golpeteo, quizá sean vecinos tapiando sus puertas y ventanas, o quizá sean vecinos quitando las tapias de sus puertas o ventanas, o quizá sean alguien queriendo quitar las tapias de la casa vecina para entrar y destruir. Todo es posible en circunstancias adecuadas –pero las circunstancias adecuadas no existen sino solo las circunstancias y estas son siempre para ellas mismas las adecuadas. Mi trabajo, llamémosle así, ya que no es exactamente un oficio pues nadie me paga por ello y sin embargo recibo de eso mi subsistencia, pero tampoco es hobby pues yo jamás elegiría algo tan estúpido. Me dedico a subsistir. Y esto, que en la década del progreso parecía una falaz justificación del ocioso, en la era nihilista de la superproducción y la guerra perpetua, es un acto heroico. Desde el faro de mi encierro recibo noticias del mundo todas ellas falsas y sin embargo las creo por cordura, para no perder la esperanza en la verdad. Finalmente también mi vida es una invención y al igual que la guerra, no puedo decir quiénes son los buenos ni quiénes los malos ni tampoco cuáles son los motivos hasta que alguien pueda declararse ganador y sostenga la victoria. Ganar una guerra puede ser mas costoso que perderla –pero generalmente es más costoso perderla. Econauta visual mi voyerismo me alcanza para, semejante a esos mequetrefes degustadores de todo que alcanzan su máxima síntesis estética en sórdidos sonidos guturales, gesticular asombrado las predicciones que los astros me dictan y describir, como hago ahora,  el estado del arte del estado, del arte del estado del arte. Qué rutina. Búsquese un periódico cualquiera, digamos de 1975, donde dice el presidente fulano ponga al actual y donde nuevo plan de desarrollo las fecha en curso. ¿Resultado?: un cubo. La guerra es el resultado de una inversión en que la realidad sensible se hace inconsciente y la realidad insensible asume la primacía de la conciencia: ¿resultado? una inversión en capas que yuxtapone cualquiera de ellas a la contigua en forma proporcional a las cualidades exactas de cada una en un rompecabezas infinito cuya pieza faltante deja siempre un espacio que deberá llenar la pieza faltante. Algo así como asomarse a los límites del cosmos, meter la cabeza en el culo de Dios y sacarla por nuestra propia boca. Mi profesión de corresponsal termina en el momento en que la noticia rompe la barrera del sonido y se hace inaudible. Lo demás es pose, vanidad de vanidades y pura vanidad y la capacidad de consumo que define al parásito. Escribir para que el eco del teclado no me deje oír mi propio miedo. La grieta enfrente y lo que se ha partido es tu cerebro. Tragas perra y ñacas el perico. Lotería de escribir para sumar hasta ahora cuatrocientos ochenta y seis palabras. En el mar hay un río, un río ancho que a pesar del mar lo surca y lo define. Sin ese río el mar no sería éste mar. En el río hay una corriente. Una corriente que lo define y colora y sin la cual el río tampoco sería el río que es. En la corriente hay un color que le da una tonalidad particular al río y en esa tonalidad hay una sustancia: mineral y biológica y química, que es la que le otorga la tonalidad a la tonalidad y a la corriente y al río y al mar y al cielo entero, puesto que desde el cielo que es mi cielo ese mar es parte de él y sin él seríamos… nada, como dice el merolico de la tele miente, porque sin él seríamos otras cosas y no ésta cosa, y también sin esa sustancia todas las cosas serían otra cosa. Todas las tardes el río se viene en el mar como si eyaculara café con leche fría en la inmensa vagina tibia y revolcada de la mar. En algún lugar el mar lo engulle con su boca de mar que es la boca de las suripantas, los maricones y adictos, garganta profunda donde aquella sustancia definitoria mas no definitiva es también vencida. Cuando estoy cansado imagino una lombriz que al llegar al mar se despochunda y toda la mierda de sus entrañas espesa el agua del mar. Todos los días debo imaginar mucho para poder escribir las noticias que necesito. No tengo quehacer mas importante que ver todas las tardes este amanecer de líquido falo desvirgando la infinita mente virgen de la mar. [podrían imaginarse un pez esperma por favor] La guerra comenzó un mediodía que dejó de ser el mediodía y se partió en medio y en día y luego en día y medio para hacer aquella jornada de nacimiento de la tragedia en un día de horas irregulares, laxas, horas chicas y horas grandes hijas de la chingada como son todas las horas de la guerra y así la noche y la mañana fueron maculadas con la violencia del dios creador llamado el hombre. Después de aquel anonadarse comencé a levantarme a las seis de la tarde y a dormirme pasadas las siete am. Como resultado, mi amanecer eran todos los atardeceres y al despertar el día mi día iba menguando y con un sol levante comenzaba mi noche. Comencé a ver el revés de las sombras y las huellas, la cara oculta de la luna –es un decir-, la falsificación de los hábitos y el carácter sagrado del pacto y el consenso: mitad necesidad mitad juego mitad representación mitad objeto. La luz peninsular del faro se hace innecesaria, desde cierto punto de vista [evíteme la pena de aclararlo]. Ante ello mi amardecer, o si prefieres, dormirtar, o lecostarme, o dorvantarme, era siempre una oración callada ante el océano, como una barca vacía que nadie rema. La tierra estaba de cabeza por la guerra –la guerra es la paz etcétera y viceversa- y lo mismo –supe acostumbrarme- daba que el sol pareciera subir que bajar, pues yo conocía el secreto y sabía que la tierra estúpida gira y el sol un día se va a morir y en aquella deltoides marina y animal no se erguía ni la puta sombra de un alma rebelde que resistiera con otra verdad. El faro es papel. Qué estupidez, dirán, pedazo de romántico, pero era un papel especial a prueba de agua y servía también para tomar de él todos los pliegos necesarios para que no dejara un solo día de escribir y con los errores iba levantando una torre de marfil. El cónico pliego era de material marino reciclable y por la nochía emanaba de él una florescencia neón que me permitía escribir pero no me dejaba escribir y durante el diche partículas de humedad aterciopelaban soportando la sombra de mi espalda al erguirse. Su luz suficiente para escribir era tan hermosa que me cautivaba y en vez de crear contemplaba y la crónica de otra jornada de guerra se grafiaba entre las dos primeras y las dos últimas horas de cada nodía. Porque debía escribir, confiando en que en alguna parte del mundo en algún lugar neutralizado por la guerra alguien necesitaba saber. La información era un problema vulgar pues a pesar de la Trasatlántica Mecánica Aeroterrestre Suciedad Coprorativa de Naturaleza Espontánea era la encargada de transportar entreplayas botellas con mensajes del tipo dentro de una botella sin embargo ebrias de vacío se ahogaban en la nada profunda del bajo océano y yo nunca pude leer lo que ustedes ya saben. Pinches sirenas. El problema era –es– creer o no creer[1]. No pensar, ni saber o dudar. Si creías como en aquel cuentecillo de “al despertar la sirena todavía estaba ahí” que las sirenas estaban ahí, las sirenas como metáforas de toda distracción, chichonas de escamas procrastinantes, es imposible atreverse a ir por las botellas: adiós mensajes. Si no, tenías que ir a ver –para creer- y cerciorarte de que no estaban ahí pero la única sirena ideal capturaba tu oído y te convertía de sal para chupártela –porque a ellas les encanta mamar la sal. Yo opté por imaginar que las sirenas estaba ahí y lanzaba desde la torre de marfil del faro las botellas al mar con el avance de mi parte de guerra siempre escrito en letra de molde para que perdido el mensaje quedara el molde. Así supe que la continuación de la guerra seguía por otros medios. La ojiva pertinaz de mi faro rebotaba ocasionalmente en algún objeto mercante y yo sabía que vencedores y vencidos apostaban sus papeles para la tregua y festejaban destazando al caballo al no haber nada que festejar la existencia misma de aquella guerra ignorada por todos sus motivos.

Hubo otros prodigios en aquella isla de Zenón pero duraron poco. Un pez muy grande que todos los días cuando el sol hacía frío saltaba de playa a playa y un huracán de agua que se hacía y se deshacía en las plasticidades aeróbicas del mar profundo. A veces soñaba que alcanzaba la península y la barría dejándola como un hueso roído raído y en ruinas y que un bergantín anunciando ¡la guerra se acaba la guerra! pasaba y veía que ahí no había nada pues la playa era toda agua salada y una historia contada por corales quedaba manchada de azules y rojos como un negro en cualquier sur ahorcado –un pez payaso cree que el arcángel gibrel es un pez espada. Guardo la postal de un amanecer de sol caído y una manada de manatíes copulaba a escaso kilómetro de la playa y cada que la luz del faro solar los bañaba gritaban –es un decir- como si la luz de dios cegara sus rostros y recuerdo que esa nochía sentí ganas de mujer y bebí agua de coco podrida en la panza de una anfisbena. Aquella orgía sirenia de senos mordisqueados fue súbitamente engullida por la boca descomunal de un cachalote blanco que se sumergió llena de esperma. Cuando los mensajes botella se acumulaban yo sabía que los tiburones poblaban la costa. Son excelentes cocodrívoros y todo mundo sabe que a los cocodrívoros se les conoce también como insuperables botellívoros. Desde la ventana ovalada que el franciscano cero había fundado en la torre fulguraban fauces filosas afiladas en fibrosos filos de los filamentos finales del mensaje. Estúpidos maniáticos de la información, morían al intentar defecar los restos indigestos del intragable envase que de tanto proteger dañaba. Pero nada los persuadía y en ausencia de los escualos bogaban sus cortas zarpas y serpeaban su fiero timón hasta la ensenada musical de cristales tintineantes como choferes urbanos adictos a los embotellamientos. 

El sótano de aquel falo alejandrino era un prodigio humano ingeniado para servir de trampa a los calamares que eran atraídos por un piano con partituras y mientras los eruditos polífonos tocaban un extractor de tinta les extraía la tinta y la guardaba en tubos capilares que violaban la santidad de plumas para venirse miserablemente en los pliegos del papel faro. Aquellos restos moluscos flotaban la superficie como tatuajes de podridas flores en el océano infinito panteón de dioses y de santos: porque nadie precisa el santuario final de las vírgenes. Cuando no podía escribir hacia barquitos de papel con alas que volaban a un mar inalcanzable porque las gaviotas se habían acostumbrado a cagar placenteramente en aquellos retretes navíos cuyas alas toscamente las imitaban y les servían para limpiar los restos de caca entre sus plumas por lo que jamás pudo llegar un solo barco al agua. Una noche de san Malaquías noté que me faltaban siete estrellas. Como si fuera un rubio pastorcillo de vacas cósmicas cocí un flautín de lodo y sal y las llamé por ver si aparecían, pero una vorágine de delfines –en año de la guerra fui testigo de un hecho insólito: consientes de su capacidad racionativa estos cetáceos evolucionaron armas y se hicieron depredadores de toda presa posible- sacudió el istmo hiriendo de una vertical cuarteadura las paredes del faro. Así vi extraviarse en la oscura soledad diez mil estrellas de un cielo balbuciente, desdentado como un viejo que no sobreviviría la guerra. Todas las aves blancas y marinas tenían teñido el pecho de ceniza y el agua de las palmas era amarga y mas difícil que la sal. Por las ventanas escurría con las horas del frío una humedad desabrida la única potable que yo lamía sediento siempre de un trago saciador. La lluvia aliada contra la sed era mi enemiga en aquel invertido socavón sin techo. Deseaba la lluvia y la odiaba cuando llegaba. Y para no olvidar lo que debía escribir cantaba. Entonces las sirenas se petrificaban en corales de anilladas rompeolas que mortales imposiblecían toda contingencia de rescate.

Cada día me iba haciendo de arena y me daba temor olvidarme de la guerra y no saber jamás para qué estaba yo aquí. Entonces corría riesgos y me dejaba revolcar para que las olas lavaran aquel abandono de arena. Marcaba mis pasos y volvía con exactitud sobre ellos como si mis pies fueran pies de rey, escrupuloso al peso, tamaño y densidad para que mi memoria como un armario vacío se abriera y cerrara ablandando los goznes enmohecidos. La guerra era mi juego favorito y general de un batallón de un solo hombre estiraba los planos de la batalla final en la mesa invisible de un búnker de viento. Pero una noche, no una nochía, sino una noche noche, un estremecimiento sacudió la península. Como el cachalote ajabiano el mar se abrió y escupió agua y vapor de agua y cenizas de vapor de agua y un bramido tectónico desgarraba el océano sin costuras y doblaba la torre y el faro y la penisla. Aliada de la grieta la torre desprendida se hizo añicos sobre endurecido tepetate. El faro se abrió como un huevo de luz y volaban esquirlas reflectoras. En la medianoche oscura de mi mediodía la boca de fuego calcinaba mi sombra y un cielo de cenizas regalaba bélicos efectos espaciales. La noche fue todas las noches y la ceniza un miércoles eterno con una negra cruz en la retina. Las palabras que lograba escribir olían a azufre y carne resecada y dentro del faro la luz intensa y roja formaba de espirales las tinieblas precipitadas, un caracol centrífugo y baboso de plena gravedad que voraz engullía las horas de la crónica. El tiempo como un muerto y amarillo muerto dejaba de pasar y el frío polar anunció aquel día sin luz que acabaría y la tarde oriental que se cuajaba. Al amardecer un gris naufragio azotaba la incisiva barrera. Un altar de maderos y jarcias lastimaban un bulto en la escollera. Nada temí perder y demoliendo bajé las escaleras, los últimos peldaños de cordura. Sangrando de mis pies pise las brazas, sangrando las maté al dejar la playa y hundirme hasta alcanzar el atolón y el bulto náufrago. Rompí bestial el vidrio y la botella se desinfló en el aire y con las manos de sangre desgarradas abrí el mensaje. Detrás de mí la fragua ardía en el faro que se perdía en cenizas exhalantes. La península rota naufragaba y el mensaje advertía: Quien lea. no hay mas guerra. no hay sobrevivientes ni vencidos.


FerVillávalos



[1] Ser o no ser fue el primer problema hasta que la guerra terminó con él: si te dabas cuenta de la guerra eras, sino, no eras por siempre jamás de los jamases.

miércoles, 23 de enero de 2013

El escarabajo del señor Ka

El señor Ka apareció esa mañana con su escarabajo. ¿Para qué llamarlo de otra manera? ¿De qué otra manera llamarlo? Lo mostraba a la gente y lo ocultaba de  ella con un criterio desconocido que mutaba de contenidos, argumentos e hipótesis  en un entramado lógico sólo por él descifrado. Uno, seducido por su mirada ubicua, su estatura frágil, su presencia exigua al andar en la tierra y un no sé qué de etéreo que su cuerpo espectral por las tardes en que salía a esperar ver el sol ponerse llameaba, uno de extrañas maneras lo quería. Yo estaba en el primer grupo, yo y el señor T, que le obsequiaba dulces cuando iba su tienda, doña C que ponía hogazas de pan en sus manos para darle a que comiera lentamente, con diminutos mordisquillos perceptibles cuando el silencio llenaba la avenida, su bicho, y también la viuda Ricoeur, que le daba trocitos de chocolates que ella misma confeccionaba según una vieja tradición belga que heredó por receta de su abuela Vitorya Hoolstaad. ¿Le gusta mi escarabajo, señor B? Es muy lindo señor Ka, ¿dónde lo compró?, quisiera uno para mí mismo. No los venden, señor B, estos escarabajos son siempre silvestres y eligen ellos mismos a un acompañante. Si tienes la suerte de un día visitar la finca Arenas del Agua, busca la copa del árbol donde canta por las tardes la primavera y espere, espere y espere, hasta que uno de ellos llegue a usted y si después de aplaudir tres veces sigue ahí, eso quiere decir que lo ha elegido para ser su guardián y compañía. Vaya, respondía entonces yo, ¿es así que lo has conseguido tú? Y se alejaba el señor Ka, con su andar retorcido que me hacía parecer que era la calle toda quien se iba y no él, que la avenida patinaba su concreto hasta entonces firme y duro y volvíase otra vez licuado sin perder la forma arquitectónica y civil de los edificios y las aceras que con ella se precipitaban en un vértigo imposible tras la silueta horizontal del señor Ka, cuando volvía de su paseo de siempre para ir a ver el ocaso con él, su guardia y compañía. Porque, ¿qué otra cosa era –si no- si un escarabajo no? ¿Para qué llamarlo de otra manera? ¿De qué otra manera llamarlo?
fva, diciembre de 2011

martes, 15 de enero de 2013

El Odradek

  Hace años vino a mi pueblo un circo húngaro. Se instaló donde se instalan los circos en mi pueblo y el viernes por la mañana un carro de sonido anduvo repartiendo boletos y anunciando funciones para las 7 y nueve treinta de la noche. El auto iba al frente de un desfilucho de apenas tres vehículos, cada uno arrastrando una tarima con jaulas: un león que olía a caca, dos ponys de crines apelmazadas y con changos enchinchados que se iban espulgando y se comían los piojos; en el último iban los payasos haciendo payasadas y una niña flaca con cara de película de terror haciendo acrobacias increíbles para el pedacito de tarima que le dejaban los payasos. Desde la banqueta de la casa se le notaban unas ojeras negras que caían como bolsas de ceniza sobre la nariz ganchuda y larga y hacían mas oscuros sus ojos negros. Su mirada indiferente pesaba sobre el ruido que la seguía y la dibujaba triste: su atuendo y el movimiento sin peso en aquella estrechez la devolvía lúgubre, pictórica. Un payaso me ofreció y me quito y me volvió a ofrecer dos boletos para que la gente alrededor se birlara, el cabrón. En fin, alcancé dos boletos y en la noche fui. Ella no quiso ir, lo cual fue bueno porque la función de las siete se suspendió y la de la noche se abarrotó pero como se tardó en empezar mucha gente ya no se esperó y se empezó a ir. La que se quedó comenzó a chiflar y gritaba majaderías como es sabido que debe hacerse en estos casos. Yo me distraía con la lona que simulaba un cielo ceñido de focos y el entablado un coliseo para payasos. Los niños corrían por detrás y de vez en cuando se paraban a verle los calzones a alguna mal sentada. Se me antojaba estar ahí, viendo como ellos las piernas de las mujeres bonitas y de las feas que tuvieran piernas bonitas, o saboreando la frutal redondez de un trasero bien hecho. Pero delante de mí alguna blusa floja ondeaba con la carne encendida de unos pechos reventando algún brasier. Se escuchó Tercera llamada, tercera…, seguida de efectos sonoros y una griteta del respetable que casi me avergonzó, pero al final también aullé como es sabido que debe hacerse en estos casos. Tras la presentación del magnífico, el mundialmente famoso circo gitano de los hermanos Ruvinoff comenzó el programa. Salieron payasos, la bailarina ejecutó un acto de acrobacia con aros, tan bueno, que la gente se emocionó. Su cuerpo parecía ese plástico liso que se dobla sin romper y al hacerlo sus curvas regulares de mujer cambiaban de lugar y aparecían nuevas protuberancias, como si inventara sus huesos. De verdad era magnífica. Luego un intervalo para comprar palomitas, dulces y refrescos. Volvió el chou con sus payasos, luego un león que se movía mecánico, adornado de un amansador vestido de levita que restallaba fanfarrón su látigo haciendo brincar las bancas y humillaba al rey de la selva para que saltara obstáculos. Luego volvieron los changos a rodar pelotas y bajarle los pantalones a un payaso y enseguida se anunció el acto central del Gran Odradek. Se apagaron las luces y se encendió solo una que daba a la boca de lona por donde entraban y salían los artistas. Salió un hombre delgado, bajito, de pelo regular y cara cuadrada de ojos hundidos, bolsudos. Parecía hermano de la gimnasta. Comenzó a contornearse y poco a poco se fue convirtiendo en una bola de carne y huesos que comenzó a convulsionar, ponerse negro y caer al suelo, donde sus codos y rodillas formaron una especie de estrella que cubría con su pelo, una cola larga que mientras se tambaleaba se agrandó como una gran araña. Se veía espantoso. La gente comenzó a ponerse loca y al intentar bajarse de las gradas se caía y la histeria de los aplastados contagiaba los demás y una danza del diablo bailaba alrededor del Gran Odradek. La masa comenzó a destruir el circo, a tirar los palos, a patearlo, luego fueron piedras, y una mano bajó una llama del gran acto principal y prendió la paja alrededor y los demás echaron pedazos de madera y plásticos, hasta que aquella bola de carne se fue achicharrando hasta quedar hecho un venerable muerto, como es sabido que debe hacerse en estos casos.

Morelia, 2012-13.

lunes, 7 de enero de 2013

Kafka

Kafka camina sin peso por la orilla de su nombre
el aleteo de su huella se derrama
blanco en la blanca hoja de ojos ciegos.
El es el tiempo que cruza por su cuerpo
y lo destruye. Arena derramada que reúne
para volver a ser el río sin cauce,
la sola piedra y canto que se labra en la noche
mientras gotea nerviosa la próxima morada
como alacrán que pende sobre un niño.
Kafka disuelve trazos y colores como un grito
para que el sol detenga su caída.
¡Cómo se incendia el mar de peces claros!
¡Cómo teje de nudos el silencio¡
¿Quién ha lanzado ya la piedra que sepulta
en la mano de sal que ayer blandía su pan inmerecido?
El adorno en tu frente cruje y resplandece
¿o es el élitro enorme de tu vientre
que estalla bajo el peso de tu terrible sombra?
Cuando pienso en morir sueño contigo.