jueves, 5 de diciembre de 2013

1975




La guerra comenzó exactamente en 1975. El sábado 21 de junio pasado el mediodía. Justo ahora se escucha un golpeteo, quizá sean vecinos tapiando sus puertas y ventanas, o quizá sean vecinos quitando las tapias de sus puertas o ventanas, o quizá sean alguien queriendo quitar las tapias de la casa vecina para entrar y destruir. Todo es posible en circunstancias adecuadas –pero las circunstancias adecuadas no existen sino solo las circunstancias y estas son siempre para ellas mismas las adecuadas. Mi trabajo, llamémosle así, ya que no es exactamente un oficio pues nadie me paga por ello y sin embargo recibo de eso mi subsistencia, pero tampoco es hobby pues yo jamás elegiría algo tan estúpido. Me dedico a subsistir. Y esto, que en la década del progreso parecía una falaz justificación del ocioso, en la era nihilista de la superproducción y la guerra perpetua, es un acto heroico. Desde el faro de mi encierro recibo noticias del mundo todas ellas falsas y sin embargo las creo por cordura, para no perder la esperanza en la verdad. Finalmente también mi vida es una invención y al igual que la guerra, no puedo decir quiénes son los buenos ni quiénes los malos ni tampoco cuáles son los motivos hasta que alguien pueda declararse ganador y sostenga la victoria. Ganar una guerra puede ser mas costoso que perderla –pero generalmente es más costoso perderla. Econauta visual mi voyerismo me alcanza para, semejante a esos mequetrefes degustadores de todo que alcanzan su máxima síntesis estética en sórdidos sonidos guturales, gesticular asombrado las predicciones que los astros me dictan y describir, como hago ahora,  el estado del arte del estado, del arte del estado del arte. Qué rutina. Búsquese un periódico cualquiera, digamos de 1975, donde dice el presidente fulano ponga al actual y donde nuevo plan de desarrollo las fecha en curso. ¿Resultado?: un cubo. La guerra es el resultado de una inversión en que la realidad sensible se hace inconsciente y la realidad insensible asume la primacía de la conciencia: ¿resultado? una inversión en capas que yuxtapone cualquiera de ellas a la contigua en forma proporcional a las cualidades exactas de cada una en un rompecabezas infinito cuya pieza faltante deja siempre un espacio que deberá llenar la pieza faltante. Algo así como asomarse a los límites del cosmos, meter la cabeza en el culo de Dios y sacarla por nuestra propia boca. Mi profesión de corresponsal termina en el momento en que la noticia rompe la barrera del sonido y se hace inaudible. Lo demás es pose, vanidad de vanidades y pura vanidad y la capacidad de consumo que define al parásito. Escribir para que el eco del teclado no me deje oír mi propio miedo. La grieta enfrente y lo que se ha partido es tu cerebro. Tragas perra y ñacas el perico. Lotería de escribir para sumar hasta ahora cuatrocientos ochenta y seis palabras. En el mar hay un río, un río ancho que a pesar del mar lo surca y lo define. Sin ese río el mar no sería éste mar. En el río hay una corriente. Una corriente que lo define y colora y sin la cual el río tampoco sería el río que es. En la corriente hay un color que le da una tonalidad particular al río y en esa tonalidad hay una sustancia: mineral y biológica y química, que es la que le otorga la tonalidad a la tonalidad y a la corriente y al río y al mar y al cielo entero, puesto que desde el cielo que es mi cielo ese mar es parte de él y sin él seríamos… nada, como dice el merolico de la tele miente, porque sin él seríamos otras cosas y no ésta cosa, y también sin esa sustancia todas las cosas serían otra cosa. Todas las tardes el río se viene en el mar como si eyaculara café con leche fría en la inmensa vagina tibia y revolcada de la mar. En algún lugar el mar lo engulle con su boca de mar que es la boca de las suripantas, los maricones y adictos, garganta profunda donde aquella sustancia definitoria mas no definitiva es también vencida. Cuando estoy cansado imagino una lombriz que al llegar al mar se despochunda y toda la mierda de sus entrañas espesa el agua del mar. Todos los días debo imaginar mucho para poder escribir las noticias que necesito. No tengo quehacer mas importante que ver todas las tardes este amanecer de líquido falo desvirgando la infinita mente virgen de la mar. [podrían imaginarse un pez esperma por favor] La guerra comenzó un mediodía que dejó de ser el mediodía y se partió en medio y en día y luego en día y medio para hacer aquella jornada de nacimiento de la tragedia en un día de horas irregulares, laxas, horas chicas y horas grandes hijas de la chingada como son todas las horas de la guerra y así la noche y la mañana fueron maculadas con la violencia del dios creador llamado el hombre. Después de aquel anonadarse comencé a levantarme a las seis de la tarde y a dormirme pasadas las siete am. Como resultado, mi amanecer eran todos los atardeceres y al despertar el día mi día iba menguando y con un sol levante comenzaba mi noche. Comencé a ver el revés de las sombras y las huellas, la cara oculta de la luna –es un decir-, la falsificación de los hábitos y el carácter sagrado del pacto y el consenso: mitad necesidad mitad juego mitad representación mitad objeto. La luz peninsular del faro se hace innecesaria, desde cierto punto de vista [evíteme la pena de aclararlo]. Ante ello mi amardecer, o si prefieres, dormirtar, o lecostarme, o dorvantarme, era siempre una oración callada ante el océano, como una barca vacía que nadie rema. La tierra estaba de cabeza por la guerra –la guerra es la paz etcétera y viceversa- y lo mismo –supe acostumbrarme- daba que el sol pareciera subir que bajar, pues yo conocía el secreto y sabía que la tierra estúpida gira y el sol un día se va a morir y en aquella deltoides marina y animal no se erguía ni la puta sombra de un alma rebelde que resistiera con otra verdad. El faro es papel. Qué estupidez, dirán, pedazo de romántico, pero era un papel especial a prueba de agua y servía también para tomar de él todos los pliegos necesarios para que no dejara un solo día de escribir y con los errores iba levantando una torre de marfil. El cónico pliego era de material marino reciclable y por la nochía emanaba de él una florescencia neón que me permitía escribir pero no me dejaba escribir y durante el diche partículas de humedad aterciopelaban soportando la sombra de mi espalda al erguirse. Su luz suficiente para escribir era tan hermosa que me cautivaba y en vez de crear contemplaba y la crónica de otra jornada de guerra se grafiaba entre las dos primeras y las dos últimas horas de cada nodía. Porque debía escribir, confiando en que en alguna parte del mundo en algún lugar neutralizado por la guerra alguien necesitaba saber. La información era un problema vulgar pues a pesar de la Trasatlántica Mecánica Aeroterrestre Suciedad Coprorativa de Naturaleza Espontánea era la encargada de transportar entreplayas botellas con mensajes del tipo dentro de una botella sin embargo ebrias de vacío se ahogaban en la nada profunda del bajo océano y yo nunca pude leer lo que ustedes ya saben. Pinches sirenas. El problema era –es– creer o no creer[1]. No pensar, ni saber o dudar. Si creías como en aquel cuentecillo de “al despertar la sirena todavía estaba ahí” que las sirenas estaban ahí, las sirenas como metáforas de toda distracción, chichonas de escamas procrastinantes, es imposible atreverse a ir por las botellas: adiós mensajes. Si no, tenías que ir a ver –para creer- y cerciorarte de que no estaban ahí pero la única sirena ideal capturaba tu oído y te convertía de sal para chupártela –porque a ellas les encanta mamar la sal. Yo opté por imaginar que las sirenas estaba ahí y lanzaba desde la torre de marfil del faro las botellas al mar con el avance de mi parte de guerra siempre escrito en letra de molde para que perdido el mensaje quedara el molde. Así supe que la continuación de la guerra seguía por otros medios. La ojiva pertinaz de mi faro rebotaba ocasionalmente en algún objeto mercante y yo sabía que vencedores y vencidos apostaban sus papeles para la tregua y festejaban destazando al caballo al no haber nada que festejar la existencia misma de aquella guerra ignorada por todos sus motivos.

Hubo otros prodigios en aquella isla de Zenón pero duraron poco. Un pez muy grande que todos los días cuando el sol hacía frío saltaba de playa a playa y un huracán de agua que se hacía y se deshacía en las plasticidades aeróbicas del mar profundo. A veces soñaba que alcanzaba la península y la barría dejándola como un hueso roído raído y en ruinas y que un bergantín anunciando ¡la guerra se acaba la guerra! pasaba y veía que ahí no había nada pues la playa era toda agua salada y una historia contada por corales quedaba manchada de azules y rojos como un negro en cualquier sur ahorcado –un pez payaso cree que el arcángel gibrel es un pez espada. Guardo la postal de un amanecer de sol caído y una manada de manatíes copulaba a escaso kilómetro de la playa y cada que la luz del faro solar los bañaba gritaban –es un decir- como si la luz de dios cegara sus rostros y recuerdo que esa nochía sentí ganas de mujer y bebí agua de coco podrida en la panza de una anfisbena. Aquella orgía sirenia de senos mordisqueados fue súbitamente engullida por la boca descomunal de un cachalote blanco que se sumergió llena de esperma. Cuando los mensajes botella se acumulaban yo sabía que los tiburones poblaban la costa. Son excelentes cocodrívoros y todo mundo sabe que a los cocodrívoros se les conoce también como insuperables botellívoros. Desde la ventana ovalada que el franciscano cero había fundado en la torre fulguraban fauces filosas afiladas en fibrosos filos de los filamentos finales del mensaje. Estúpidos maniáticos de la información, morían al intentar defecar los restos indigestos del intragable envase que de tanto proteger dañaba. Pero nada los persuadía y en ausencia de los escualos bogaban sus cortas zarpas y serpeaban su fiero timón hasta la ensenada musical de cristales tintineantes como choferes urbanos adictos a los embotellamientos. 

El sótano de aquel falo alejandrino era un prodigio humano ingeniado para servir de trampa a los calamares que eran atraídos por un piano con partituras y mientras los eruditos polífonos tocaban un extractor de tinta les extraía la tinta y la guardaba en tubos capilares que violaban la santidad de plumas para venirse miserablemente en los pliegos del papel faro. Aquellos restos moluscos flotaban la superficie como tatuajes de podridas flores en el océano infinito panteón de dioses y de santos: porque nadie precisa el santuario final de las vírgenes. Cuando no podía escribir hacia barquitos de papel con alas que volaban a un mar inalcanzable porque las gaviotas se habían acostumbrado a cagar placenteramente en aquellos retretes navíos cuyas alas toscamente las imitaban y les servían para limpiar los restos de caca entre sus plumas por lo que jamás pudo llegar un solo barco al agua. Una noche de san Malaquías noté que me faltaban siete estrellas. Como si fuera un rubio pastorcillo de vacas cósmicas cocí un flautín de lodo y sal y las llamé por ver si aparecían, pero una vorágine de delfines –en año de la guerra fui testigo de un hecho insólito: consientes de su capacidad racionativa estos cetáceos evolucionaron armas y se hicieron depredadores de toda presa posible- sacudió el istmo hiriendo de una vertical cuarteadura las paredes del faro. Así vi extraviarse en la oscura soledad diez mil estrellas de un cielo balbuciente, desdentado como un viejo que no sobreviviría la guerra. Todas las aves blancas y marinas tenían teñido el pecho de ceniza y el agua de las palmas era amarga y mas difícil que la sal. Por las ventanas escurría con las horas del frío una humedad desabrida la única potable que yo lamía sediento siempre de un trago saciador. La lluvia aliada contra la sed era mi enemiga en aquel invertido socavón sin techo. Deseaba la lluvia y la odiaba cuando llegaba. Y para no olvidar lo que debía escribir cantaba. Entonces las sirenas se petrificaban en corales de anilladas rompeolas que mortales imposiblecían toda contingencia de rescate.

Cada día me iba haciendo de arena y me daba temor olvidarme de la guerra y no saber jamás para qué estaba yo aquí. Entonces corría riesgos y me dejaba revolcar para que las olas lavaran aquel abandono de arena. Marcaba mis pasos y volvía con exactitud sobre ellos como si mis pies fueran pies de rey, escrupuloso al peso, tamaño y densidad para que mi memoria como un armario vacío se abriera y cerrara ablandando los goznes enmohecidos. La guerra era mi juego favorito y general de un batallón de un solo hombre estiraba los planos de la batalla final en la mesa invisible de un búnker de viento. Pero una noche, no una nochía, sino una noche noche, un estremecimiento sacudió la península. Como el cachalote ajabiano el mar se abrió y escupió agua y vapor de agua y cenizas de vapor de agua y un bramido tectónico desgarraba el océano sin costuras y doblaba la torre y el faro y la penisla. Aliada de la grieta la torre desprendida se hizo añicos sobre endurecido tepetate. El faro se abrió como un huevo de luz y volaban esquirlas reflectoras. En la medianoche oscura de mi mediodía la boca de fuego calcinaba mi sombra y un cielo de cenizas regalaba bélicos efectos espaciales. La noche fue todas las noches y la ceniza un miércoles eterno con una negra cruz en la retina. Las palabras que lograba escribir olían a azufre y carne resecada y dentro del faro la luz intensa y roja formaba de espirales las tinieblas precipitadas, un caracol centrífugo y baboso de plena gravedad que voraz engullía las horas de la crónica. El tiempo como un muerto y amarillo muerto dejaba de pasar y el frío polar anunció aquel día sin luz que acabaría y la tarde oriental que se cuajaba. Al amardecer un gris naufragio azotaba la incisiva barrera. Un altar de maderos y jarcias lastimaban un bulto en la escollera. Nada temí perder y demoliendo bajé las escaleras, los últimos peldaños de cordura. Sangrando de mis pies pise las brazas, sangrando las maté al dejar la playa y hundirme hasta alcanzar el atolón y el bulto náufrago. Rompí bestial el vidrio y la botella se desinfló en el aire y con las manos de sangre desgarradas abrí el mensaje. Detrás de mí la fragua ardía en el faro que se perdía en cenizas exhalantes. La península rota naufragaba y el mensaje advertía: Quien lea. no hay mas guerra. no hay sobrevivientes ni vencidos.


FerVillávalos



[1] Ser o no ser fue el primer problema hasta que la guerra terminó con él: si te dabas cuenta de la guerra eras, sino, no eras por siempre jamás de los jamases.

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