La
guerra comenzó exactamente en 1975. El sábado 21 de junio pasado el mediodía.
Justo ahora se escucha un golpeteo, quizá sean vecinos tapiando sus puertas y
ventanas, o quizá sean vecinos quitando las tapias de sus puertas o ventanas, o
quizá sean alguien queriendo quitar las tapias de la casa vecina para entrar y
destruir. Todo es posible en circunstancias adecuadas –pero las circunstancias
adecuadas no existen sino solo las circunstancias y estas son siempre para
ellas mismas las adecuadas. Mi trabajo, llamémosle así, ya que no es
exactamente un oficio pues nadie me paga por ello y sin embargo recibo de eso
mi subsistencia, pero tampoco es hobby pues yo jamás elegiría algo tan estúpido.
Me dedico a subsistir. Y esto, que en la década del progreso parecía una falaz
justificación del ocioso, en la era nihilista de la superproducción y la guerra
perpetua, es un acto heroico. Desde el faro de mi encierro recibo noticias del
mundo todas ellas falsas y sin embargo las creo por cordura, para no perder la
esperanza en la verdad. Finalmente también mi vida es una invención y al igual
que la guerra, no puedo decir quiénes son los buenos ni quiénes los malos ni
tampoco cuáles son los motivos hasta que alguien pueda declararse ganador y
sostenga la victoria. Ganar una guerra puede ser mas costoso que perderla –pero
generalmente es más costoso perderla. Econauta visual mi voyerismo me alcanza
para, semejante a esos mequetrefes degustadores de todo que alcanzan su máxima
síntesis estética en sórdidos sonidos guturales, gesticular asombrado las
predicciones que los astros me dictan y describir, como hago ahora, el estado del arte del estado, del arte del
estado del arte. Qué rutina. Búsquese un periódico cualquiera, digamos de 1975,
donde dice el presidente fulano ponga al actual y donde nuevo plan de
desarrollo las fecha en curso. ¿Resultado?: un cubo. La guerra es el resultado
de una inversión en que la realidad sensible se hace inconsciente y la realidad
insensible asume la primacía de la conciencia: ¿resultado? una inversión en
capas que yuxtapone cualquiera de ellas a la contigua en forma proporcional a
las cualidades exactas de cada una en un rompecabezas infinito cuya pieza
faltante deja siempre un espacio que deberá llenar la pieza faltante. Algo así
como asomarse a los límites del cosmos, meter la cabeza en el culo de Dios y
sacarla por nuestra propia boca. Mi profesión de corresponsal termina en el
momento en que la noticia rompe la barrera del sonido y se hace inaudible. Lo
demás es pose, vanidad de vanidades y pura vanidad y la capacidad de consumo
que define al parásito. Escribir para que el eco del teclado no me deje oír mi
propio miedo. La grieta enfrente y lo que se ha partido es tu cerebro. Tragas
perra y ñacas el perico. Lotería de escribir para sumar hasta ahora
cuatrocientos ochenta y seis palabras. En el mar hay un río, un río ancho que a
pesar del mar lo surca y lo define. Sin ese río el mar no sería éste mar. En el
río hay una corriente. Una corriente que lo define y colora y sin la cual el río
tampoco sería el río que es. En la corriente hay un color que le da una tonalidad
particular al río y en esa tonalidad hay una sustancia: mineral y biológica y
química, que es la que le otorga la tonalidad a la tonalidad y a la corriente y
al río y al mar y al cielo entero, puesto que desde el cielo que es mi cielo
ese mar es parte de él y sin él seríamos… nada, como dice el merolico de la
tele miente, porque sin él seríamos otras cosas y no ésta cosa, y también sin
esa sustancia todas las cosas serían otra cosa. Todas las tardes el río se
viene en el mar como si eyaculara café con leche fría en la inmensa vagina
tibia y revolcada de la mar. En algún lugar el mar lo engulle con su boca de
mar que es la boca de las suripantas, los maricones y adictos, garganta
profunda donde aquella sustancia definitoria mas no definitiva es también
vencida. Cuando estoy cansado imagino una lombriz que al llegar al mar se
despochunda y toda la mierda de sus entrañas espesa el agua del mar. Todos los
días debo imaginar mucho para poder escribir las noticias que necesito. No
tengo quehacer mas importante que ver todas las tardes este amanecer de líquido
falo desvirgando la infinita mente virgen de la mar. [podrían imaginarse un pez
esperma por favor] La guerra comenzó un mediodía que dejó de ser el mediodía y
se partió en medio y en día y luego en día y medio para hacer aquella jornada
de nacimiento de la tragedia en un día de horas irregulares, laxas, horas
chicas y horas grandes hijas de la chingada como son todas las horas de la
guerra y así la noche y la mañana fueron maculadas con la violencia del dios
creador llamado el hombre. Después de aquel anonadarse comencé a levantarme a
las seis de la tarde y a dormirme pasadas las siete am. Como resultado, mi
amanecer eran todos los atardeceres y al despertar el día mi día iba menguando
y con un sol levante comenzaba mi noche. Comencé a ver el revés de las sombras
y las huellas, la cara oculta de la luna –es un decir-, la falsificación de los
hábitos y el carácter sagrado del pacto y el consenso: mitad necesidad mitad
juego mitad representación mitad objeto. La luz peninsular del faro se hace
innecesaria, desde cierto punto de vista [evíteme la pena de aclararlo]. Ante
ello mi amardecer, o si prefieres, dormirtar, o lecostarme, o dorvantarme, era
siempre una oración callada ante el océano, como una barca vacía que nadie
rema. La tierra estaba de cabeza por la guerra –la guerra es la paz etcétera y viceversa- y lo mismo –supe
acostumbrarme- daba que el sol pareciera
subir que bajar, pues yo conocía el secreto y sabía que la tierra estúpida gira
y el sol un día se va a morir y en aquella deltoides marina y animal no se
erguía ni la puta sombra de un alma rebelde que resistiera con otra verdad. El
faro es papel. Qué estupidez, dirán, pedazo de romántico, pero era un papel
especial a prueba de agua y servía también para tomar de él todos los pliegos
necesarios para que no dejara un solo día de escribir y con los errores iba
levantando una torre de marfil. El cónico pliego era de material marino
reciclable y por la nochía emanaba de él una florescencia neón que me permitía
escribir pero no me dejaba escribir y durante el diche partículas de humedad
aterciopelaban soportando la sombra de mi espalda al erguirse. Su luz
suficiente para escribir era tan hermosa que me cautivaba y en vez de crear
contemplaba y la crónica de otra jornada de guerra se grafiaba entre las dos
primeras y las dos últimas horas de cada nodía. Porque debía escribir,
confiando en que en alguna parte del mundo en algún lugar neutralizado por la
guerra alguien necesitaba saber. La información era un problema vulgar pues a
pesar de la Trasatlántica Mecánica Aeroterrestre Suciedad Coprorativa de
Naturaleza Espontánea era la encargada de transportar entreplayas botellas con
mensajes del tipo dentro de una botella sin embargo ebrias de vacío se ahogaban
en la nada profunda del bajo océano y yo nunca pude leer lo que ustedes ya
saben. Pinches sirenas. El problema era –es– creer o no creer[1]. No pensar, ni saber o
dudar. Si creías como en aquel cuentecillo de “al despertar la sirena todavía
estaba ahí” que las sirenas estaban ahí, las sirenas como metáforas de toda
distracción, chichonas de escamas procrastinantes, es imposible atreverse a ir
por las botellas: adiós mensajes. Si no, tenías que ir a ver –para creer- y cerciorarte
de que no estaban ahí pero la única sirena ideal capturaba tu oído y te
convertía de sal para chupártela –porque a ellas les encanta mamar la sal. Yo
opté por imaginar que las sirenas estaba ahí y lanzaba desde la torre de marfil
del faro las botellas al mar con el avance de mi parte de guerra siempre
escrito en letra de molde para que perdido el mensaje quedara el molde. Así
supe que la continuación de la guerra seguía por otros medios. La ojiva pertinaz
de mi faro rebotaba ocasionalmente en algún objeto mercante y yo sabía que
vencedores y vencidos apostaban sus papeles para la tregua y festejaban destazando
al caballo al no haber nada que festejar la existencia misma de aquella guerra
ignorada por todos sus motivos.
Hubo otros
prodigios en aquella isla de Zenón pero duraron poco. Un pez muy grande que todos
los días cuando el sol hacía frío saltaba de playa a playa y un huracán de agua
que se hacía y se deshacía en las plasticidades aeróbicas del mar profundo. A
veces soñaba que alcanzaba la península y la barría dejándola como un hueso
roído raído y en ruinas y que un bergantín anunciando ¡la guerra se acaba la
guerra! pasaba y veía que ahí no había nada pues la playa era toda agua salada y
una historia contada por corales quedaba manchada de azules y rojos como un
negro en cualquier sur ahorcado –un pez payaso cree que el arcángel gibrel es
un pez espada. Guardo la postal de un amanecer de sol caído y una manada de
manatíes copulaba a escaso kilómetro de la playa y cada que la luz del faro
solar los bañaba gritaban –es un decir- como si la luz de dios cegara sus
rostros y recuerdo que esa nochía sentí ganas de mujer y bebí agua de coco
podrida en la panza de una anfisbena. Aquella orgía sirenia de senos mordisqueados
fue súbitamente engullida por la boca descomunal de un cachalote blanco que se
sumergió llena de esperma. Cuando los mensajes botella se acumulaban yo sabía
que los tiburones poblaban la costa. Son excelentes cocodrívoros y todo mundo
sabe que a los cocodrívoros se les conoce también como insuperables
botellívoros. Desde la ventana ovalada que el franciscano cero había fundado en
la torre fulguraban fauces filosas afiladas en fibrosos filos de los filamentos
finales del mensaje. Estúpidos maniáticos de la información, morían al intentar
defecar los restos indigestos del intragable envase que de tanto proteger
dañaba. Pero nada los persuadía y en ausencia de los escualos bogaban sus
cortas zarpas y serpeaban su fiero timón hasta la ensenada musical de cristales
tintineantes como choferes urbanos adictos a los embotellamientos.
El
sótano de aquel falo alejandrino era un prodigio humano ingeniado para servir
de trampa a los calamares que eran atraídos por un piano con partituras y
mientras los eruditos polífonos tocaban un extractor de tinta les extraía la
tinta y la guardaba en tubos capilares que violaban la santidad de plumas para
venirse miserablemente en los pliegos del papel faro. Aquellos restos moluscos
flotaban la superficie como tatuajes de podridas flores en el océano infinito
panteón de dioses y de santos: porque nadie precisa el santuario final de las
vírgenes. Cuando no podía escribir hacia barquitos de papel con alas que
volaban a un mar inalcanzable porque las gaviotas se habían acostumbrado a
cagar placenteramente en aquellos retretes navíos cuyas alas toscamente las
imitaban y les servían para limpiar los restos de caca entre sus plumas por lo
que jamás pudo llegar un solo barco al agua. Una noche de san Malaquías noté
que me faltaban siete estrellas. Como si fuera un rubio pastorcillo de vacas
cósmicas cocí un flautín de lodo y sal y las llamé por ver si aparecían, pero
una vorágine de delfines –en año de la guerra fui testigo de un hecho insólito:
consientes de su capacidad racionativa estos cetáceos evolucionaron armas y se
hicieron depredadores de toda presa posible- sacudió el istmo hiriendo de una
vertical cuarteadura las paredes del faro. Así vi extraviarse en la oscura
soledad diez mil estrellas de un cielo balbuciente, desdentado como un viejo
que no sobreviviría la guerra. Todas las aves blancas y marinas tenían teñido
el pecho de ceniza y el agua de las palmas era amarga y mas difícil que la sal.
Por las ventanas escurría con las horas del frío una humedad desabrida la única
potable que yo lamía sediento siempre de un trago saciador. La lluvia aliada
contra la sed era mi enemiga en aquel invertido socavón sin techo. Deseaba la
lluvia y la odiaba cuando llegaba. Y para no olvidar lo que debía escribir
cantaba. Entonces las sirenas se petrificaban en corales de anilladas rompeolas
que mortales imposiblecían toda contingencia de rescate.
Cada día
me iba haciendo de arena y me daba temor olvidarme de la guerra y no saber
jamás para qué estaba yo aquí. Entonces corría riesgos y me dejaba revolcar
para que las olas lavaran aquel abandono de arena. Marcaba mis pasos y volvía
con exactitud sobre ellos como si mis pies fueran pies de rey, escrupuloso al
peso, tamaño y densidad para que mi memoria como un armario vacío se abriera y
cerrara ablandando los goznes enmohecidos. La guerra era mi juego favorito y
general de un batallón de un solo hombre estiraba los planos de la batalla
final en la mesa invisible de un búnker de viento. Pero una noche, no una
nochía, sino una noche noche, un estremecimiento sacudió la península. Como el
cachalote ajabiano el mar se abrió y escupió agua y vapor de agua y cenizas de
vapor de agua y un bramido tectónico desgarraba el océano sin costuras y
doblaba la torre y el faro y la penisla. Aliada de la grieta la torre
desprendida se hizo añicos sobre endurecido tepetate. El faro se abrió como un
huevo de luz y volaban esquirlas reflectoras. En la medianoche oscura de mi
mediodía la boca de fuego calcinaba mi sombra y un cielo de cenizas regalaba
bélicos efectos espaciales. La noche fue todas las noches y la ceniza un
miércoles eterno con una negra cruz en la retina. Las palabras que lograba
escribir olían a azufre y carne resecada y dentro del faro la luz intensa y
roja formaba de espirales las tinieblas precipitadas, un caracol centrífugo y
baboso de plena gravedad que voraz engullía las horas de la crónica. El tiempo
como un muerto y amarillo muerto dejaba de pasar y el frío polar anunció aquel
día sin luz que acabaría y la tarde oriental que se cuajaba. Al amardecer un
gris naufragio azotaba la incisiva barrera. Un altar de maderos y jarcias
lastimaban un bulto en la escollera. Nada temí perder y demoliendo bajé las
escaleras, los últimos peldaños de cordura. Sangrando de mis pies pise las
brazas, sangrando las maté al dejar la playa y hundirme hasta alcanzar el
atolón y el bulto náufrago. Rompí bestial el vidrio y la botella se desinfló en
el aire y con las manos de sangre desgarradas abrí el mensaje. Detrás de mí la
fragua ardía en el faro que se perdía en cenizas exhalantes. La península rota
naufragaba y el mensaje advertía: Quien lea. no hay mas guerra. no hay sobrevivientes
ni vencidos.
FerVillávalos
[1] Ser o no ser fue el primer problema hasta que la guerra terminó con
él: si te dabas cuenta de la guerra eras, sino, no eras por siempre jamás de
los jamases.
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