sábado, 26 de mayo de 2007

Peor que el hambre

¿Hay algo peor que el hambre? La verdad no me importa. Tener hambre es por sí sola una cosa espantosa. Salgo de mi casa a las 8 y 30 de la manaña y 50 minutos mas tarde estoy tomando café con galletas, lo primero que cae mi estómago. Una hora después ya tengo hambre. Dos horas más tarde me desespero por no haber comido nada todavía: ¿güeva, desidia, anorexia, fakirismo?: no tengo un centavo. Faltan tres días para la quincena y mi bolsillo está seco como boca de bazuco. Voy por más café a la cocina y alguien come. ¿Gustas? No, gracias, provecho, contesto. ¿Orgullo o vergüenza?: sin dudarlo, pena, una pena terrrible que me acompaña desde niño, que algunas veces vuelvo estúpido orgullo de sentir que algo debe uno padecer. No soy un tipo penoso, mis amigos no dejarían que yo dijera ni creyera eso, y algunas chavas dirían que les he tomado el pelo si le dije que soy tímido. Pero si de comida se trata, me cuesta un chingo pedir un poco. De unos porque sé que también andan de perros, y chance sea lo poco que comerán en el día. De otros, no me gusta padecer su lastimera actitud de: "pobrecito, mediodía y tú no has comido nada", y luego un sermón sobre la correcta administración de mi salario. Pero el hambre es fea (como una vieja y loca orinando a media calle a las 3 de la tarde), y el que la aguanta, o es yogui o fakir, o teme al castigo. El hambre es una condición política debilitante que castra facultades. A mí me exaspera. No te me acerques a la una de la tarde si no he comido. Déjame hacer mi chamba mientras consigo otras galletas, o lo que se coma. A las tres no sé qué voy a hacer cuando salga de la chamba a las cuatro y me vaya a casa, donde tampoco tengo qué comer, y piense en que (hoy es martes) hasta el jueves en la noche tendré dinero. El hambre es la herida en la costilla del pobre y muchas otras pendejadas. ¿Hay algo peor que el hambre? Lo hay, sin duda: ser un pendejo que prefiere escribir de su hambre que conseguir algo qué comer.

jueves, 24 de mayo de 2007

Bienvenida

La cosa era así: quedábamos de vernos, ¿a qué horas? A las cuatro. Casi siempre afuera de mi casa, cada quién con su bici. Llegaban Batata, Jobares, el Verde, Geras mi primo, Beto, Boqueras, Ramiro, Chuchito, Genarito (no me acuerdo cómo le decíamos), mi carnal y yo (ifes, nos decía Batata, por la torre Eiffel, porque éramos los mayores). De ahí, bajábamos afuera de la colonia hacia unos terraplenes de escombro, que amontonaron cuando la construyeron, donde había crecido yerba formando un soto lleno de largas varas, huizaches y otros arbustos y guías desconocidas, lleno de ratas, y algunas víboras, tlacuaches, arañas, y bandadas de urracas esperando presa. Montábamos sus lomas en fila, el líder adelante y los demás detrás por donde fuera: rampas, estrechos pasadizos, túneles que hacían largas guías, empredrados que cruzábamos despacio si no querías dejar ahí una llanta y otra vez otra ruta. Puta, qué chingón se sentía¡ Luego, ya cansados, bajábamos un poco más, a las parcelas. Era llegar, dejar la baicas y meterte caña adentro a buscar las que te gustaran. Entre más grandes y más manchas negras tuvieran seguro estaban más dulces. Luego volvíamos a un toril que ya casi no usaban en jaripeos, y ahí sentados en maderos, ya destecatadas, comíamos una, dos, tres, hasta cuatro cañas jugosas, dulces, frescas, suaves, que escurrían por la boca al morderlas. Y la carrilla: siempre había algo de qué reírse, alguien de quién burlarse. (Pinche Batata, cómo te encantaba recordar la vez que Boqueras quiso adelantarse, cuando vio que el líder se detenía en una lomita, y bajó en chinga sólo para topar en seco contra un muro de tierra, duro como la chingada, y salir botado de la bici hacia un matorral, jajaja.) Pero seguíamos comiendo, y ya casi al terminar la tercera caña, comenzaba a suceder: entre las piernas, como calambres suaves y fugaces, la verga empezaba a pararse, a ponerse dura, y enseguida, tenías una erección; creo que es por efecto de la fructosa (que los obreros transforman en el ingenio en azúcar blanca, refinada o morena), que actúa como energético, eso y la cachondez a los 12, 13, 14 años. Entonces nos reíamos, porque parecía graciosa aquella protuberancia sin sentido, fuera de lugar, pues si todos éramos hombres, ¿qué habríamos de hacer con eso?, y a cuál más, queríamos ocultarla, disimular tal vez el rubor que nos causaba la posible atracción de ver a tu amigo como un púber sátiro potente, lleno de oculto erotismo. Solo ahora me doy cuenta que jamás sospeché que, en quellas bellas tardes, mientras ardían crujiendo los cañaverales, el sol se ocultaba, hinchado de rubor, como un dios cayendo a nuestros pies.

Bienvenidos.